El 5 de junio de 2012 murió el escritor Ray Bradbury a los 91 años de edad, después de una larga enfermedad. Ese mismo día, pasadas las cinco de la tarde, yo trataba torpemente de observar un fenómeno astronómico que no se repetiría en más de cien años: el tránsito de Venus directamente entre el sol y la tierra.
Un par de días después, Dixon Acosta nos compartió su artículo "El Eclipse Bradbury", en el que hizo la conexión entre los dos eventos. "Ahora sé que lo visto el 5 de junio de 2012 no era Venus atravesando el
telón del Sol," comenta Dixon, "era Ray Bradbury convertido en punto, un trovador del
futuro en tránsito a la eternidad."
Recordé entonces que el autor de "Crónicas Marcianas" también había escrito un cuento sobre Venus que tiene mucho que ver con lo espaciados que son los tránsitos de este planeta frente al sol. En la imaginación de Bradbury, Venus es un planeta cubierto de una
jungla tropical espesa donde llueve continuamente y el cielo siempre
permanece nublado. La vegetación es gris y descolorida porque nunca se
expone a los rayos del sol. Bueno, a veces sale el sol. Pero esto es un
fenómeno excepcional que sucede una vez cada siete años y dura apenas una hora.
"Todo el Verano en un día", publicado en 1954, es la historia de Margot, una niña de la tierra que a los cuatro años de edad llegó con sus papás a vivir en Venus. Margot es una niña triste y retraída, no juega con los otros niños, no canta sus canciones, lo único que la alegra es el recuerdo del sol. Por ser tan introvertida, no es muy popular entre sus compañeros. Ellos la envidian porque no saben cómo es el sol, ellos nacieron en ese lugar nublado y lluvioso y estaban muy pequeñitos la última vez que se pudo ver.
Margot tiene nueve años de edad cuando llega por fin el día, según el cálculo de los científicos, en que se despejará el cielo y podrán ver el sol. Pero los compañeritos de Margot le juegan una mala pasada y la encierran en un closet justo antes de que la profesora venga a llevarlos afuera.
"¿Listos, niños?" dice ella mirando el reloj.
"¡Sí!" dicen todos.
"¿Estamos todos?"
"¡Sí!"
Por fin cesa la lluvia y el sol brilla en un cielo azul sin nubes. Los niños corren, se quitan las chaquetas y sienten el calor en sus brazos y en sus mejillas. Saltan, se empujan, caen y se ríen. Hasta que cae la primera gota de lluvia y todos regresan al refugio subterráneo. Afuera ya está oscuro de nuevo y los truenos compiten con el ruido del eterno aguacero.
Y sólo entonces se acuerdan de Margot, que todavía está encerrada en el closet.
Siete años.
Ciento cinco años.
La fotografía fue tomada al tránsito de Venus en 1882. Pero no es de la última vez que sucedió antes del pasado cinco de junio. Por la relación entre las órbitas de Venus y la Tierra, cada ciento y tantos años se da el eclipse en dos ocasiones espaciadas entre sí por ocho años. De manera que la última vez había sido en 2004, pero yo no recuerdo que al asunto se le hubiera dado tanta mención en los medios como sucedió este año.
La próxima vez será en el año 2117, y luego en 2125. En cualquier caso, es bien poco probable que yo esté todavía por ahí para verlo. Así que mi última oportunidad fue el cinco de junio de 2012.
La semana había sido particularmente soleada, cielo despejado y nada de lluvia. Un mes antes había bajado la aplicación de la NASA que predecía con exactitud de segundos el inicio del fenómeno en la latitud y longitud en la que me encontrara.
Confieso, sin embargo, que no le invertí mayor cosa a la preparación, no me conseguí el vidrio de soldadura ni cosa por el estilo. Mi mecanismo fue lo más simple posible: una hoja de papel perforada por la punta de un lapicero a falta de un alfiler. De esa manera, en la sombra proyectada en la pared puede verse el círculo perfecto del sol o una media luna cuando se trata de un eclipse de los normales.
El lugar donde yo me encontraba tiene amplios ventanales hacia el poniente, sin edificios que tapen la vista del horizonte, así que sería un lugar privilegiado para observar el puntito oscuro dentro de la bolita de luz. Pero casi a las cinco comenzaron a aparecer las nubes, justo en el occidente, difuminando la imagen del sol, como diciéndome "acá está pero no puedes verlo".
Y así estuvo, nublado, casi hasta la puesta del sol. De repente, se despejaron las nubes lo suficiente para dejar ver el sol. Saqué mi hojita perforada y busqué una pared donde proyectar la sombra.
Pero no contaba con que ese sitio tenía cortinas automáticas. ¡Claro! Era un establecimiento comercial y la luz directa del poniente fastidiaba a la clientela. Las cortinas bajaron y yo me quedé ahí, con una hojita blanca al lado de una pared.
Si alguien se dio cuenta, pensarían que estaba loco.
viernes, 20 de julio de 2012
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