domingo, 26 de septiembre de 2010

Nuestra Señora de los Donores (4)

Ésta ya es la cuarta entrega. La primera la encuentran acá, la segunda acá y la tercera acá.

-∞-

Con Lucía no nos veíamos hacía un buen tiempo. Ahora que estaba ya grande, pasaba más tiempo con otra gente. Pero sí hablábamos de vez en cuando, por teléfono, al menos en los cumpleaños y para Año Nuevo.

De manera que era raro que Lucía me llamara. No insólito, pero raro sí.
No nos vimos en su casa. Me estaba esperando en el parque. Estaba sentada en uno de los columpios, sola. Había un grupo de niños jugando cerca, en un arenero. Todos con gafas protectoras y con guantes los que tenían manos.

Me senté en el otro columpio, ella me miró seria, con esos ojos azules con manchitas doradas.

“Estoy embarazada.”

A todas las niñas en el valle entre los 11 y 12 años de edad, antes de su primera menstruación, les instalaban ese aparato electromecánico entre las piernas que sólo se podía abrir cuando firmaban un contrato de maternidad, para la inseminación artificial. Los muchachos teníamos que conformarnos con lo que había de la cintura para arriba. Por eso la mayoría terminaba frecuentando los barrios del norte del valle, donde estaban las casas de las mujeres de afuera, las que cobraban por lo que tenían de la cintura para abajo.

“No es de la Compañía.” Dijo ella después de un rato.

Un frío intenso me recorrió la espalda, de arriba a abajo. “Pero... ¿Cómo?” Alcancé a decir finalmente. Esas cosas simplemente no podían pasar.

“El tipo trabajaba en los archivos de la Compañía. Tú no lo alcanzaste a conocer.”

“¿Trabajaba? Pregunté.

“Él me prometió que me llevaría muy lejos. Y yo le creí. ¡Fui una tonta! Desde que se enteró no me responde al teléfono. Seguro se fue del valle.”

Ella se levantó del columpio y dio un par de pasos hacia adelante. Siguió hablando, sin mirarme. “Él fue el que consiguió las claves para abrir el cinturón. Me convenció de que no tendríamos ningún problema si usábamos preservativos. Los traen de contrabando desde China, escondidos dentro de muñecas de porcelana. ¡No puedo creer que haya sido tan imbécil! ¡Ahora sí que la cagué! Ya nunca... nunca...” Su voz se quebró. Metió la cara entre sus manos. “¡Ya nunca voy a poder ser mamá! ¡Nunca!”

Corrí hacia ella. Era más alta que yo pero en ese momento parecía tan pequeñita, tan frágil, temblaba como un animalito asustado. La abracé. Olía a lavanda y a sábanas limpias.

“Ya, ya,” le dije, “vas a ver que todo va salir bien.”
“¡No!” Me rechazó. Me apartó con fuerza. “¡Nada va a salir bien! Estoy esperando un rechazado. La Compañía... ellos nunca me van a dar un Contrato. ¡Nunca!”
“Pero... algo habrá que podamos hacer.”

Me miró otra vez, sus ojos azules enrojecidos por el llanto. “No puedo permitir que se enteren.” Dijo. “Si no puedo ocultarlo me harán la vida imposible.”

La única alternativa era un aborto. Pero ir al centro de salud o a una de las clínicas de la Compañía era imposible. Lucía quedaría fichada de inmediato. Eso sin contar con las multas para su familia. Tendría que hacerlo en un consultorio clandestino. Pero eso iba a costar, y mucho.

“Voy a ir a la catedral.” Dijo. Su voz era firme de nuevo. “Ya lo tengo decidido.”

-∞-

A la semana siguiente mi mamá quiso visitar a la abuela para que conociera al recién nacido y me pidió que la acompañara. La abuela vivía en una casa de retiro, en su propia habitación, ella era de las pocas personas de su edad que podían darse ese lujo. Tenían un jardín amplio, con flores de verdad, y la fachada estaba pintada toda de blanco, incluso las puertas y los marcos de las ventanas.

Cuando llegamos, la abuela estaba sentada con otras señoras en el porche. Al vernos se levantó e hizo su versión de una sonrisa. “Dolita, hija. ¡Cuánto tiempo!” A veces no se le entendía. Se le hacía difícil pronunciar sobre todo las palabras con eme o con pe.

Nos hizo pasar a su cuarto. Tenía una lamparita en la mesa de noche cubierta con una tela, de manera que todo se veía en una penumbra roja. También tenía su altar de la Virgen de los Donores. Toda la pared detrás del altar estaba llena de fotografías, éramos todos sus hijos y sus nietos. Arriba iban los que ya estaban muertos, como mi hermano Braulio, abajo los que todavía eran niños, en la mitad estábamos el resto, organizados en alguna jerarquía que sólo ella entendía. No le tenía veladoras sino una instalación eléctrica de lucecitas amarillas.

“Qué cosita más bonita,” dijo la abuela recibiendo al bebé, “se está tomando toda la lechita, ¿cierto? ¡Está gordito, gordito!”

Yo nunca le conocí la cara a la abuela. Corrijo: Nunca vi a la abuela con su propia cara. La cirugía había sido mucho antes de que yo naciera y ella nunca se quitaba la máscara en presencia de otras personas, ni siquiera de los más allegados. Nunca.

En su juventud había sido una mujer muy hermosa. La más bonita de todo el valle. Eso decían los que la conocieron entonces. Tenía varios portarretratos encima de la cama, todos con fotos antiguas de ella, de cuando tenía cara. Uno de ellos tenía una pantalla que pasaba continuamente la película donde había salido la cara de la abuela. Era una película de Hollywood.

“¿Cómo pueden rechazar a un niñito tan hermoso como éste?” La abuela estaba mordisqueando uno por uno todos los deditos de Benjamín. Se veía extraño, pues la máscara de la abuela no tenía lo que se dice propiamente labios. Aún así, ella se los pintaba siempre con labial rojo; también se ponía rubor en las mejillas y sombra en los ojos. “¡Tiene la nariz de la abuelita! Mira, Dolita, mira.”

La productora pagó muy bien por la cara de la abuela y el contrato incluyó un porcentaje de la taquilla. Fue uno de los éxitos de la década y la actriz ganó muchos premios. Por eso la abuela tenía con qué pagar su habitación.

Pero ésa fue la única película que hizo aquella actriz con la cara de la abuela. Al año siguiente se volvió a operar. Así es el mundo del espectáculo.

“Dolita, yo sé que usted tiene miedo, hija.” Comenzó a decirle la abuela a mamá. “Yo no soy quién para decirle, pero he conocido a mucha gente. Ya va a ver que no es tan difícil cuando empiece a donar los órganos.”

“¿Donar órganos?” Pregunté espantado. “¿Mi mamá? ¿Cómo así? ¡Pero si mis hermanos y yo siempre cumplimos juiciosos la cuota de cada año! No tienen por qué meterse con mamá.”

“¿Al niño no le han contado?” Preguntó la abuela.

“¿Que no me han contado qué?” volví a preguntar.

Mi mamá fue la que respondió. “Hijo, no les habíamos contado para que no se preocuparan.” Me miró con la cara que ponía cuando rezaba el rosario. “Cuando las mamás tenemos un rechazado no podemos volver a tener hijos.”

“Es cosa de la gente que maneja los números, allá en la Compañía.” Agregó la abuela. “Dicen que, habiendo pasado la primera vez, la probabilidad es muy alta de que vuelva a pasar. Por eso no les dan más contratos.”

“Yo sé eso, pero, ¿y lo de donar órganos?” Me desesperaba que me miraran así.

“Cuando las mamás ya no tenemos más hijos, a más tardar al año siguiente tenemos que empezar a participar de la cuota, como todo el mundo.”

Yo no podía creerlo. “¡No! ¡Así no es! Los hijos somos los que donamos, no las mamás. ¡Para eso estamos los hijos!”

“No se ponga así. Ése es el orden de las cosas.” Mamá me abrazó. La abuela todavía tenía cargado al niño.

“¿Y entonces la abuela qué? Ella nunca...”

“El caso de la abuela es distinto. Con lo de la película ella pudo recomprar su contrato. Para eso hace falta mucha, pero mucha plata. Sólo alcanzaba para pagar el de ella.”

Benjamín empezó a balbucear. Con gusto le habría dado un buen pellizco: mi mamá iba a tener que pasar por todo eso y era por su culpa.

Venga, no se ponga así.” Intentó la abuela.

Yo no quería que me vieran la rabia en la cara, así que les di la espalda.

Quedé mirando al altar de Nuestra Señora.

A la virgen de la abuela le faltaba el rostro.

-∞-

Noche tras noche tuviste el mismo sueño. Estabas solo en un pueblo desconocido y por algún motivo sabías que el lugar quedaba fuera del valle, más allá del muro y de las cercas de alambre de púas. Ellos te miraban con los ojos desorbitados e inyectados de sangre. Los ojos rojos eran lo único de color en una pesadilla en blanco y negro. Había amas de casa, policías, señores de corbata, monjas. Todos te perseguían, despacio pero sin pausa. Había incluso una profesora con varios niños pequeños. Todos eran zombies y te perseguían para despedazarte y repartirse tus órganos.

-∞-

(continuará)

1 comentario:

  1. Esta muy bueno, un poco raro, pero bueno, en la noche continuaré con las otras partes en la noche.

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