sábado, 12 de junio de 2010

Lentes de espejo y los 36 cuentos del Conde Cero

Hace unos pocos días, unos amigos me solicitaron escribir un artículo sobre mi descubrimiento del escritor William Gibson. Escribí algo pero entiendo que no era lo que ellos pretendían, ellos buscaban una visión más personal.

Así que acá publico lo que escribí. ¿alguna idea de qué le falta o qué le sobra para hacerlo más "desde adentro"? Yo ya tengo algún par de ideas, pero me gustarían comentarios al respecto.

gracias



Fue apenas en el año 2004, o tal vez en el 2005 que yo vine a saber que existía un escritor llamado William Gibson, veinte años después de la publicación del “Neuromante”. Yo creía por esos días que sabía mucho de ciencia ficción, aunque sólo había leído las historias de robots y de la Fundación de Asimov, casi todo lo de Clarke y estaba empezando a descubrir la rebeldía individualista de Heinlein, y la profunda humanidad de Stapledon y de Sturgeon. Poco más que eso.

“Quemando Cromo” se me presentó un día como suele uno encontrarse con los libros de género, escondidos en el último rincón de una librería y a precio de saldo. Tower estaba rematando varios títulos de la colección “Autores” de Minotauro. Ese día también compré los “Mitos del Futuro Próximo”, de otro autor, para mí desconocido, J. G. Ballard. Confieso que no pude con Ballard, no he podido hasta ahora. Para mí en la lectura es muy importante la atmósfera y las memorias fragmentadas de un ex-astronauta en una playa abandonada, acosado por un médico loco en un aeroplano de pedal, me sofocaron tanto o más que la vez que en el colegio me pusieron a leer “El Extranjero” de Camus.

Gibson, por el contrario, me atrapó.

El primer cuento de la colección era “Johnny Mnemónico”. Yo había visto esa película. Recordaba sobre todo esa escena en la que Keanu Reeves gesticula en el aire mientras un casco de realidad virtual le muestra objetos tridimensionales en la Internet del 2020 reaccionando con reticencia a sus movimientos, objetos que representan conexiones telefónicas, bases de datos, sistemas de seguridad, virus informáticos. Esta escena, en mi opinión, rescata la película. Siete años después tuve un Déjà vu mientras otros se quedaban boquiabiertos ante la interfaz gestual que usaba Tom Cruise en “Minority Report”. Lo curioso es que esta escena nunca sucede en el “Johnny Mnemónico” de Gibson, es en realidad un corto homenaje a “Quemando Cromo”, el cuento que le da su título a la colección.

“Quemando Cromo” me sumergió en una cuadrícula fosforescente e infinita tendida en un universo oscuro, poblado de complejas entidades que cambiaban continuamente sus formas geométricas y colores (tal vez sea porque los de mi generación tenemos la impronta del ciberespacio de neón dibujado por los estudios Disney en “Tron”). Pero mejor fue lo que me mostró cuando sacábamos la cabeza del mundo virtual: personajes de carne y hueso, sucios, ambiguos, en el límite de la legalidad, casi siempre reuniéndose en la oscuridad y bajo una llovizna constante, a media cuadra de donde debía quedar el mercadillo de animales replicantes del barrio chino en “Blade Runner”. Lo sé. Yo estaba contaminado, mi primera versión del cyberpunk me la dio el cine. No sé cuales habrían sido las imágenes dentro de mi cabeza si así no hubiera sido.

De regreso a “Johnny Mnemónico”, éste es un texto memorable por sus personajes. Hay un delfín cyborg adicto a las meta-anfetaminas de última generación y un hombrecito anodino con pinta de turista japonés, vestido de bermudas y camisa hawaiana, que resulta ser el más peligroso asesino, con los reflejos y sentidos amplificados en los quirófanos de Chiba City, y cuya arma es un casi invisible filamento monomolecular, capaz de rebanar el acero como si fuera mantequilla. Prácticamente invencible, digno adversario de Molly, la mercenaria cyborg por excelencia, experta en artes marciales y equipada con cuchillas de acero retráctiles debajo de sus uñas y una mirada inexcrutable, escondida para siempre detrás de lentes de espejo implantados quirúrgicamente.

Me enamoré perdidamente de Molly, una mujer mucho más cercana en mi imaginación a la Trinity de Carrie-Anne Moss en “Matrix”, un arma mortal forrada en cuero negro de pies a cabeza, que a la Jane que sirvió de guardaespaldas al Johnny de Keanu, con su cabello ochentero y la pinta de Madona en “Desesperadamente Buscando a Susan”[Sólo por estos días me enteré que el personaje de Jane fue creado para la película Johnny Mnemónico porque en ese entonces los derechos de Molly pertenecían a alguien más].

Pero la colección no sólo tiene historias del universo cyberpunk. Está “La Especie”, una historia kafkiana, digna representante de un género que años más tarde sería bautizado “Slipstream”, o “El continuo de Gernsback”, que parece un episodio de la “Dimensión Desconocida” cuando era en blanco y negro, un homenaje póstumo al futuro grandioso de aspecto Art Deko que imaginó una generación en la primera mitad del siglo veinte y definitivamente no se dio.

Pero mi historia favorita siempre fue “Regiones Apartadas”. La angustia existencial, el terror primigenio ante la vastedad del espacio y la existencia de civilizaciones tan avanzadas e inexcrutables que nos hacen sentir como moscas diminutas. Me fascina porque tiene una mártir, Olga Tovyeski, Nuestra Señora de las Singularidades, Santa Patrona de la Autopista. Eso me gusta porque me recuerda que los seres humanos tenemos la tendencia a crear dioses y explicaciones sobrenaturales cuando nos enfrentamos con aquello que se encuentra más allá de nuestra comprensión.

Me había enviciado a William Gibson, pocos días después regresé a la librería y conseguí una segunda dosis. En esta ocasión se trataba de “Conde Cero”. A veces las cosas no se nos presentan de acuerdo con el orden establecido. Sin detenerme a leer la contraportada, me dirigí de inmediato al índice. De once cuentos en “Quemando Cero”, Gibson me ofrecía ahora 36 historias, con títulos tan sugestivos como “Los Nombres de los Muertos” y “Kasual/Gothick”.

Comencé por el primer cuento, “Un Arma de Funcionamiento Fácil”. Un aparatoso atentado en Nueva Delhi perpetrado con un sabueso explosivo destroza a Turner, un mercenario especializado en la trata de personas para multinacionales, en una sociedad donde la fuga de cerebros se ha convertido en un término literal. Su empleador actual puede pagar la tecnología para reconstruirlo, regeneración de tejidos, transplantes de órganos del mercado negro. Turner, estrenando testículos y ojos verdes, no se reporta para su siguiente misión, desaparece del mapa y se refugia en una cabaña en la playa, apartada del mundo. La historia termina cuando su chica en México resulta ser una sicóloga contratada por la corporación para una terapia muy personalizada.

El título del segundo cuento, “Marly”, era el nombre de la protagonista. Ella es una especialista en arte venida a menos por un sonado fraude perpetrado en su pequeña galería en París. Una extraña entrevista de trabajo en un ambiente de realidad simulada, el Parque Güel, al fondo Barcelona y las cúpulas terminadas de la Sagrada Familia. Un misterioso multimillonario la requiere para encontrar el creador de unas exquisitas instalaciones artísticas.

En el tercer cuento, “Bobby Hace un Wilson”. No es el mismo Bobby de “Quemando Cromo”, éste es apenas un adolescente, que vive con su mamá, pero también es un Hacker en un mundo donde el cerebro se conecta directamente a la red. A Bobby lo está matando el Hielo Negro, un programa de seguridad de alguna cuenta que intentó acceder y ahora le está destruyendo el sistema nervioso. Lo salva una misteriosa entidad que habita la red, una presencia.

Pero eran cuentos truncados, historias que prometían mucho más y terminaban en punta. Al cuarto cuento me di cuenta de que estaba muy equivocado. En “Marcando Tarjeta”, Turner conoce a su equipo de apoyo para un nuevo trabajo, el que le habían mencionado en “Un Arma de Funcionamiento Fácil”, ayudar a un científico a desertar de los Biolaboratorios Maas para irse a trabajar con la rival Hosaka. “Conde Cero” no era una colección de cuentos, era una novela, una historia compleja e intrincada en la que las vidas de Turner, Marly y Bobby se entrecruzaban a través de múltiples aventuras. ¡Qué bruto yo! Menos mal que nadie se dio cuenta. Tuve que detenerme, regresar a la primera página. No se aborda una novela de la misma manera que se lee una colección de cuentos.

Encima de todo, había llegado a mitad de la película, “Conde Cero” es la segunda novela de una trilogía, la trilogía del “Sprawl”, que inicia con el “Neuromante”. Esa primera novela, la más famosa, no llegó a la librería sino varios meses después, así que no tuve más remedio que leerme el “Conde Cero” de primero. No es una experiencia traumática leerse la trilogía en desorden. Me recordó la vez que pasaron por la televisión colombiana “El Ciudadano Kane”, yo fui uno de los pobres espectadores que la vieron entonces por primera vez. Pasaron el segundo rollo antes que el primero, así que nos enteramos del significado de “Rosebud” antes de ver el principio de la cinta.

Me devoré la trilogía del “Sprawl”, y allí me encontré nuevamente con Molly, protagonista tanto de “Neuromante” como de “Mona Lisa Acelerada”. Luego me devoré la trilogía del puente, en un mundo en los albores del milagro de la nanotecnología, y más adelante me he venido leyendo una tras otra sus novelas del siglo XXI. Esas que suceden en el presente, escritas después de que su autor declarara que “el futuro ya está aquí, sólo que no está uniformemente distribuido”.

Releyendo a Gibson para escribir estas líneas me doy cuenta de que había olvidado lo exigente que es como escritor, hay que leerlo con la wikipedia abierta. Sus frecuentes referencias específicas no son exclusivas de sus últimas novelas, ya desde sus historias de los 80s abundan: La descripción del aspecto viejo y deteriorado de la ciudad bajo las gigantescas geodésicas mediante un símil a las imágenes de prisión de un grabadista del siglo XVIII llamado Giovanni Piranesi o la mención de la obra del artista norteamericano Joseph Cornell, cuyas instalaciones de objetos contenidos en cajas le sirvieron de inspiración para las creaciones del artista desconocido que debe buscar Marly en el “Conde Cero”.

Creo que he contado con la suerte de ser relativamente contemporáneo de Gibson para poder entender sus imágenes desde un referente común. Tal vez los lectores nacidos en este siglo no son tan afortunados, para ellos “El cielo sobre el puerto tenía el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto” quizás les haga pensar en el cielo azul de un día perfecto, completamente despejado.

6 comentarios:

  1. En Prospectiva hemos enlazado el artículo y dos de nuestros lectores han dejado comentarios elogiosos

    http://www.literaturaprospectiva.com/?p=4962

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  2. seguramente es el universo tratando de equilibrarse: hace mucho tiempo me encontré en un blog muy, muy lejano una reseña escrita por alguien que había leído "mitos del futuro próximo" convencido de que se trataba de una novela. por supuesto, no la había entendido bien y declaraba su intención de releerla para ver si podía extraer un mensaje coherente de en medio de una narración tan fragmentada como extraña.

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  3. Lo que te pasó con el Conde Cero, me paso a mi pero al revés. Empecé un libro pensando que era una novela y en la mitad, me di cuenta que eran cuentos. En este momento no recuerdo cual era, pero era ciencia ficción. Eso si es para quedar confundido. En cuanto a Gibson, hace poco leí Conde Cero y Monalisa Acelerada. Creo que llegaron muy tarde a mi vida, si no hubiera pasado ya por Dan Simmons con sus Cantos de Hyperion, tal vez me hubiera sorprendido más el final. Te lo recomiendo.

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  4. ¿Será Cesar Mauricio el misterioso autor del blog que F nos menciona?
    Nunca lo averiguaremos, mientras tanto tomo nota y agradezco su recomendación acerca de Hyperion y lo pongo de primero en mi lista de espera, una vez termine "Supertoys last all summer" de Brian Aldiss.
    Gracias Cesar por la recomendación.

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  5. En estos días leí que Neil Gaiman hace un homenaje/parodia de la célebre frase de William Gibson en su libro "Neverwhere", muy en la línea del cierre de este artículo:"The sky was the perfect untroubled blue of a television screen, tuned to a dead channel."

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