viernes, 30 de julio de 2010

De mobiliario y de canibalismo (1)

Recientemente tuve la oportunidad de ver una película llamada “TOKYO!”, 2008. Se trata de una trilogía, tres mediometrajes realizados por directores no japoneses y que tienen en común la capital de Japón como escenario. De las tres historias, mi favorita es “Interior Design”, de Michel Gondry, director de “Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdo”, 2004, y “La Ciencia de los Sueños”, 2006. “Interior Design” es la adaptación de uno de los cuentos de la colección de comics “Cecil and Jordan in New York” de la caricaturista Gabrielle Bell, quien trabajó junto con Gondry en la realización de la película.

Las visiones surrealistas de Bell y Gondry se combinan para contar una historia sencilla. Hiroko es una joven que llega a Tokio en compañía de su novio, Akira, con el objetivo de realizar el sueño de éste de convertirse en un reconocido director de cine. Desde el principio nos damos cuenta de que Hiroko es la que se encarga de todo: ella conduce el automóvil por las calles lluviosas mientras Akira inventa historias de peatones mutantes convertidos en anfibios que se adaptan al clima de la ciudad; es ella quien administra el limitado presupuesto mientras él juega a ser un guardaespaldas armado que pretende protegerla. Pero las cosas van cambiando y Hiroko ve día tras día como se va diluyendo su lugar en la relación: el único trabajo temporal que logran conseguir es empacando regalos en una tienda, pero Hiroko resulta negada para el asunto y sólo Akira consigue el empleo; Hiroko debe entonces enfrentarse sola a la dura tarea de buscar un apartamento en Tokio, pero la ciudad resulta más inhóspita de lo esperado y sólo logra encontrar asquerosos nidos de ratas, y a un precio que excede su escaso presupuesto. Cuando es estrenada la ópera prima de Akira, resulta aclamada por un selecto grupo de críticos, Hiroko se ve relegada a un segundo plano en ese nuevo mundo de fama y admiradores.

Hiroko se siente invisible, inútil, despreciada, hasta que un día descubre que su imagen en el espejo resulta translúcida a la altura del pecho. Se abre la blusa y descubre que hay un enorme agujero en su pecho, que manifiesta físicamente el vacío interior que ella siente. Este es el primer paso de una dolorosa y bizarra metamorfosis, a través de la cual, paradójicamente, Hiroko llega a descubrir un nuevo e insospechado lugar en el mundo.

Me detengo acá. He sido criticado algunas veces por la gran cantidad de spoilers que incluyo en mis textos, así que dejo por fuera el final de la historia.

[ALERTA DE SPOILERS] Sólo voy a agregar que el final de la historia tiene que ver con uno de los elementos del título de este artículo, pero no con los dos. [FIN DE LA ALERTA DE SPOILERS]

Por los mismos días vi una película que me estaba debiendo desde hacía muchos, muchos años. Treinta y siete años para ser precisos. Me refiero a la distópica “Soylent Green”, 1973, protagonizada por Charlton Heston. De niño mi papá me había hablado de ella, un mundo agobiado por la superpoblación y el calentamiento global (sí, ya había gente en esa época advirtiendo sobre esa verdad incómoda), la diferencia entre los que tienen y los que no tienen es abismal, hay gente que vive en las escaleras de los edificios y los demás tienen que pasar por encima de ellos para llegar a sus casas, mientras algunos pocos viven en amplios apartamentos y se dan lujos como una barra de jabón, una toalla, un frasco de mermelada, unas pocas verduras raquíticas y de vez en cuando un pedazo de carne de verdad.

El agua es estrictamente racionada y la única comida disponible para las masas hambrientas son unas galletitas de dudoso aspecto y distintos colores, que supuestamente son hechas de concentrado vegetal y plancton. “Soylent Green” es la variedad más apetecida de estas galletitas y cuando se agota la gente se alborota de tal manera que la policía tiene que intervenir y los someten con gigantescas palas mecánicas. La película está basada en la novela “Make Room! Make Room!”, 1966, de Harry Harrison pero el quid del asunto (de lo que realmente están hechas las galletitas verdes) es original de la cinta.

No voy a revelar ahora ese terrible secreto. Mi intención es referirme a otro elemento que introduce la película, uno que, aunque en apariencia es trivial, ilustra los límites a los que puede llegar la condición humana.

Los apartamentos de los ricos están totalmente amoblados y como parte del mobiliario se incluye a mujeres jóvenes y atractivas, que también pasan a ser propiedad de quien compra el apartamento. A estas mujeres se les llama “furniture” (muebles o mobiliario en inglés) y se las trata como tales. Un policía que llega a investigar la escena de un crimen no tiene ningún problema en hacer uso de la chica y acostarse con ella, como quien hace uso de un sofá para sentarse.

Es a lo que me refiero cuando hablo de la condición humana: dejamos de tratar a las personas como tales cuando dejamos de llamarlas personas. Eso nos facilita las cosas. El primer paso para deshumanizar al otro es dejar de nombrarlo humano.

Es lo que hace la malvada reina de corazones en “Alicia en el País de las Maravillas”, 2010. Los animales del país de las maravillas se comportan todo el tiempo como personas, hablan como personas, se visten como personas, así que para todos los asuntos prácticos son personas. ¿Qué hace la reina de corazones? Los convierte en objetos. Usa a los flamencos y tejones para jugar al criquet, nerviosos miquitos son sus sillas, mesitas y candelabros, y un cerdito le sirve de cojín para apoyar los pies.

Es un asunto de poder.

Hay un ejemplo al respecto en la literatura, en un libro clásico donde un hombre se enfrenta a un terrible monstruo marino. Herman Melville publicó “Moby Dick” en 1851 y en esa novela incluye a un pintoresco personaje de nombre Queequeg. Se trata de un “salvaje” caníbal proveniente de una isla del Pacífico Sur [ALERTA DE SPOILERS]¿por qué viene a colación el canibalismo en un artículo que menciona a “Soylent Green”? Soy incapaz de dejar los spoilers[FIN DE LA ALERTA DE SPOILERS]. Heredero por derecho al trono de su tribu, lo deja todo para conocer el mundo que llama civilizado, la cristiandad, y llega a convertirse en un hábil arponero.

Queequeg no tiene ningún problema en usar a la gente como mobiliario. Lo vemos sentarse despreocupadamente sobre un marinero dormido y expresar extrañeza cuando el protagonista lo amonesta al respecto.

Queequeg se acomodó justo después de la cabeza del durmiente, y encendió su pipa tomahawk. Nos seguimos pasando la pipa por encima del durmiente, del uno al otro. Mientras tanto, respondiendo a mis preguntas en su limitado inglés, Queequeg logró hacerme entender que, en su tierra, debido a la inexistencia de sillones y sofás de cualquier tipo, el rey, los jefes, y la gente importante en general, tenía la costumbre de engordar a algunos de menor rango para que hicieran las veces de otomanas; y amoblar sus casas confortablemente con ellos, sólo tenías que comprar ocho a diez tipos perezosos, y repartirlos en las distintas alcobas. Además, era muy conveniente en caso de excursión; preferible a aquellas sillas de jardín que se convierten en bastones; cuando lo requiriera, un jefe podría llamar a su sirviente, para que éste se dispusiera en forma de asiento bajo la sombra de un árbol, tal vez en algún lugar húmedo o pantanoso.

Herman Melville, “Moby Dick”, 1851.

Melville lo relata como una costumbre de salvajes, ajena al mundo civilizado, es decir, perteneciente a ese indistinguible continuo de culturas “incivilizadas” que no formaban parte de la civilización europea y la cristiandad. En ese sentido, Queequeg es un arquetipo. Pero yo creo que debemos tomarlo más bien como una advertencia de lo que todos podemos llegar a ser capaces de hacer.

El canibalismo y usar a las personas como muebles son dos caras de una misma moneda. Y me atrevo a pensar que, desde un punto de vista antropológico, quizás salga mejor parado el canibalismo cuando éste es un ritual dentro de la cultura: porque ansío las características del otro es que como de su carne, a ver si por ese medio adquiero esas características deseadas. Desde el punto de vista antropológico, he dicho, porque desde el punto de vista de la pobre víctima “ritual” significa muy probablemente una muerte lenta y dolorosa.

En nuestro actual mundo “civilizado”, considerar al otro como una cosa ha sido descrito como síntoma de graves afecciones siquiátricas o neurológicas. Uno de los síntomas que se han descrito del Síndrome de Asperger (entiendo que es una forma de autismo) es que no perciben a la gente como criaturas que piensan y sienten, a menudo se dice de los pacientes de este síndrome que confunden a la gente con muebles. También es un rasgo característico de los sicópatas, como en el caso del asesino que mató a la esposa de Roman Polanski, Charles Manson, de quien se dice veía a la otra gente como si se tratara de muebles u objetos inanimados del mundo a su alrededor. Tal vez el caso más famoso es el descrito por el neurólogo Oliver Sacks , una especie de Mr. Magoo de carne y hueso identificado como el doctor P.

…Pareció también decidir que la visita había terminado y empezó a mirar en torno buscando el sombrero. Extendió la mano y cogió a su esposa por la cabeza intentando ponérsela. ¡Parecía haber confundido a su mujer con un sombrero! Ella daba la impresión de estar habituada a aquellos percances.

Oliver Sacks, “El Hombre que Confundió a su Mujer con un Sombrero”, 1985.

Pero estoy siendo injusto con el doctor P. al incluirlo en la misma lista con sicópatas y enfermos carentes de empatía. Él era incapaz de reconocer rostros y veía en las personas sólo formas abstractas, pero bastaba sólo un gesto, el más leve movimiento, para que las identificara en toda su humanidad.

Podemos quedarnos tranquilos que se trata de una cosa que le pasa sólo a ese tipo de enfermos o podemos seguir escarbando un poco más en el asunto. Estos individuos no tienen opción, en muchos casos ni siquiera son conscientes de que les falta algo.

Pero, ¿qué sucede cuando un individuo decide despojar al otro de su condición de persona?

¿Y qué sucede cuando no es un individuo el que toma esta decisión sino toda una sociedad?

(continuará)

Un largo camino hacia el éxito o crónica de un 19 de julio

El siguiente texto lo escribí el pasado 20 de julio, día en que se conmemoró el bicentenario del grito de independencia de Colombia. Era un correo para contarle a algunos amigos y familiares que están fuera del país cómo fue mi experiencia personal de la celebración con fuegos de artificio que se hizo en Medellín con ocasión de esta fecha memorable.


Ayer estuve con mis papás después de la oficina, pero casi que no llego. Es que por la celebración del bicentenario tenían cerradas varias vías y todo el mundo quería llegar al río. La regional estaba cerrada los dos carriles, porque ahí estaban instalados los aparatos de la pólvora. Entonces imagínese como estaban el resto de las vías. Además, yo tenía pico y placa. Entonces salí a las 4:30 de la oficina, para tener una ventajita. ¿ventajita? no había por donde coger. Me metí por la diez y eso fue a pico monto, un solo taco desde la transversal inferior, creo que hasta guayabal y más allá. Así que decidí dejar el carro en el éxito del poblado. No pensé en ese momento en el horario y qué pasaba si no alcanzaba a recoger el carro.

La alternativa era el metro. La fila para comprar tiquetes era de todo el puente peatonal hasta las escalas de subida. Se movió rápido, bueno, yo ya no tenía afán, así que se me hizo tranquila la cosa. Al lado de la fila donde yo estaba se fue haciendo otra, que empezó a crecer y crecer, era la fila pero para entrar. Menos mal los de la fila de la taquilla entrábamos por otro ladito, una de las funcionarias recibía manualmente los tiquetes. "Los dos primeros vagones vienen llenos, se le ruega a los señores usuarios desplazarse al centro y al fondo de la plataforma". No me imagino cómo estarían los tales dos vagones, pues el mío que era el penúltimo me recordó el metro de Tokio con sus empujadores profesionales. Se abrieron las puertas y la gente de adentro era un muro inexpugnable, al menos eso parecía. Entonces una gente se metió y empezó a empujar hacia adentro y cupo, entonces yo me metí, pensando que iba a ser el último en entrar, pero nada, cupe yo y un montón de gente detrás mio. Como diría Suso, punto zip. No había necesidad de cogerse de nada, eramos una masa compacta de pasajeros, que daba tajada.

El metro no arrancaba. La gente hablaba y hablaba y no dejada oir los altoparlantes. Hasta que alcancé a entender, "señor usuario, por favor quite la mano del botón rojo o será necesario evacuar el tren". Alguien de los vagones de adelante se estaba arriesgando a ser cascado por la turba enfurecida. Al fin arrancamos.

"Se informa a los señores usuarios que la estación Industriales se encuentra cerrada, así que el metro no hará parada en dicha estación". El sistema de transporte había colapsado, en Industriales había el doble de gente de lo que cabía. Al fin me bajé en Exposiciones, seguía haciendo parte de una masa compacta de pasajeros hasta la salida de la estación, incluso hasta bajar las escalas a la calle. La 33 estaba llena de carros pero parados. Nadie se podía mover ni para un lado ni para el otro. Menos mal dejé el mío en el éxito. ¿a qué horas es que cierran el éxito?

Caminandito, caminandito me fui iendo hasta la glorieta de Exposiciones, había gente y bastante, pero nunca como dentro del metro. Todos los carros y buses atrancados y pitando, avanzaban un metro cada cambio de semáforo. Era como una escena de una película, como si hubieran anunciado que un meteorito iba a caer en pleno Valle de Aburrá y la gente trataba de salir por los medios que encontraba. Si hubiera habido tal meteorito, la tasa de mortalidad habría sido del 100%, todos atrapados en el caos vehicular.

Pasar el puente de la 33 fue también difícil, todo el mundo iba para allá, pues el espectáculo se veía era desde ese lado del río. Al fin llegué donde mis papás, pero había tacos y multitudes de gente caminando hasta por las callecitas del barrio. En Colseguros ya habían puesto un aviso de "Están llenos los parqueaderos de visitantes". Llegué y mis papás se sorprendieron gratamente, no esperaban que fuera a ir. Con ellos estaba mi prima Ana María, con su hijo Tomás, que no paraba de preguntar cuándo era que comenzaba el espectáculo. No eran todavía las seis y la cosa estaba anunciada para las siete. Llegaron también después unos primitos de Tomás con los papás.

La cosa sí empezó a las siete, pero primero hubo discurso de Alonso Salazar y de Juan Manuel Santos que había venido expresamente a Medellín para lo del bicentenario. El sonido era muy bueno, fuerte, tanto que a cada rato se disparaba la alarma de algún carro. Pero no se entendía casi nada, pues el eco de los edificios repetía todo y lo convertía en una cacofonía de catedral antigua.

Finalmente el espectáculo de fuegos artificiales, 2200 millones de pesos en pólvora. Pero se veía muy bonito, cosas que nunca me habían tocado. Era un espectáculo lineal desde San Juan hasta la 33, así que el balcón de mis papás era un sitio privilegiado. La pólvora era sincronizada con la música, todo un recorrido por el folklore colombiano hasta terminar con Juanes y su "ama la tierra..." Había chorros de luces desde el piso, como si hubieran ampliado el espectáculo de fuentes del edificio inteligente, había como cometas que eran chispitas de luz en todo el recorrido, dibujando arcos luminosos en el cielo que después se iban iendo con el viento. Había luces crespas, filas de explosiones multicolores desde San Juán hasta la 33 y de regreso, otras como una lluvia de oro que llenaba el cielo, era como estar cerquita del centro de la Vía Láctea donde hay mayor densidad de estrellas.

A mi me gustó.

"Esperemos media horita a que se despeje y después lo llevamos a que recoja el carro", pero la población total de Medellín incluyendo todo el valle de Aburrá no se evacúa en media horita. Por las ventanas alcanzábamos a ver las callecitas laterales, un solo río de gente, no había modo que pasaran los carros. El río no amainó. Los cuñados de Ana María habían venido en taxi, ellos venían desde San Pablo. Eso queda por el zoológico. No me imagino como hizo el taxi para llegar. Al fin decidieron que se iban a ir a pie hasta la casa, caminando por la autopista, al lado del río, mucha gente estaba haciendo lo mismo. Yo decidí irme con ellos, los nervios de mi mamá fueron aplacados con la idea de que me iba acompañado, al menos hasta la calle 20 más o menos. Otra ventaja: después de una semana de aguaceros, ese día no llovió. Dejé el saco, la corbata, el morral y nos dispusimos a salir.

Entonces, un apagón.

Bueno, no duró más de medio segundo, pero fue chistoso escuchar a un millón de personas gritar de asombro por unos milisegundos de oscuridad. Nos pareció prudente no bajar en ascensor, por si la cosa se repetía y de pronto hasta se quedaba así. La bajada de las escalas nos sirvió de calentamiento. Abajo, en el parque interior de Colseguros había casi un bazar, la gente había montado sillas, mesas, manteles y de todo. Afuera nos esperaban los ríos de gente.

Eran las 8 y cuarto cuando salimos. Yo había averiguado que el éxito lo cerraban a las nueve. Alrededor de Colseguros, por todas las callecitas, había carros, parqueados a lado y lado y otros que no estaban parqueados pero que no podían avanzar ni para adelante ni para atrás. La multitud fluía alrededor de los carros y las motos. Hasta más allá de la 33 caminamos a contra corriente, el resto de la gente venía en sentido contrario, era por la autopista, tanto el carril de la ciclovía como el otro, gente, gente y más gente. Era otra escena de película: después del primer ataque de los invasores, la gente abandona la ciudad caminando, dejando atrás sus automóviles inutilizados por el temible pulso electromagnético.

Eran las 8 y media y apenas íbamos en la 30. La gente atiborrada en el puente de la 30 sobre el río. El peatonal de Industriales estaba cerrado, la estación seguía fuera de servicio. El problema era que ya eran las 8 y media y si yo seguía a ese paso no iba a llegar a tiempo por el carro. ¿qué pasa cuando uno deja el carro de un día para otro en el parqueadero del éxito? Esta familia con la que yo iba no iban demasiado despacio, iban a buen paso, pero no era suficiente para yo alcanzar mi meta a tiempo. Así que nos despedimos y puse "paso vaticano".

Seguía habiendo gente, pero ya no eran multitudes. Ya estaban habilitando la autopista para los carros y las motos pasaban como alma que lleva el diablo, la gente comentaba ofendidísima la imprudencia de los motociclistas. Ya para ese entonces, iba yo por la de la ciclovía, que de momento era sólo peatonal. La otra estaba guarnecida por cuadras y cuadras por personas optimistas que pretendían coger un bus o un taxi. Yo seguía con mi "paso vaticano". Por ahí le oí decir a una señora "ese debe ser que hace mucho ejercicio". Nada más lejos de la realidad, hace años que no piso un gimnasio. Criaturas invisibles comenzaban a clavar sus filosas dentaduras en mis pantorrillas.

Las 8 y cuarenta y yo lejos, pero lejos de la diez. Decidí empezar a correr. Yo, corriendo, de camisa de manga larga y pantalón de prenses. Menos mal los zapatos que me había puesto ese día eran de suela de goma. Corrí y corrí, esquivando grupos de señoras y barras de pelados. La carrera no me dio para mucho, tuve que volver a caminar al cabo de un rato, ya ni siquiera me daba para el "paso vaticano".

A las 8 y cincuenta apenas se divisaba Monterrey a lo lejos. Entre corriendo unos raticos y caminando, seguí avanzando contra el reloj. Una alerta de ampolla comenzó a anunciarse desde el dedito chiquito del pie derecho. Mis pantorrillas seguían siendo mordisqueadas inmisericordemente. A las 8 y cincuenta y cinco ya estaba en la diez. Pasé el río por el peatonal del metro, pidiendo permiso y abriéndome paso entre la multitud agolpada. ¿acaso el espectaculo no era por allá por la 33? ¿por qué había tanta gente entonces por estos lados? ¡Claro! Cerrada la estación Industriales, la alternativa de la gente que iba para el sur era llegar hasta la estación Poblado.

Cuando llegué al éxito, casi que el único carro en el parqueadero era el mío. Además, yo había dejado las luces de parqueo encendidas. ¿cuantas horas de luces de parqueo se necesitan para agotar la batería de un carro? Alcancé a entrar al parqueadero, todavía no habían cerrado. Como por disimular no me fui directo para el carro, sino que entré al almacén preciso cuando anunciaban "ha llegado el final de otro día éxito". Compré jugo de naranja, panes para el desayuno y fruta para llevar a la oficina en este resto de semana.

El carró arrancó, sin problemas. ¡Qué descanso! Apenas salí del éxito tuve que encender los limpia parabrisas, había empezado a lloviznar.
¡Qué suerte la que tuve!

lunes, 19 de julio de 2010

Bicentenario

Mañana, 20 de julio de 2010, se celebran acá en Colombia los 200 años de independencia. Sería algo así como el cumpleaños de nuestro país, aunque más exactamente lo que pasó hace dos siglos fue el inicio de la gestación de la independencia, con una discusión acalorada alrededor del préstamo de un florero.

Mucho se ha dicho y hecho respecto a esta memorable efeméride, al igual que en tantos otros países latinoamericanos que vienen a cumplir sus 200, también, por estos días. Sin embargo, todo de lo que me he enterado está enfocado hacia el pasado. Nos han invadido por todos lados con las antiguas imágenes de nuestros próceres, viejos documentos amarillentos y deteriorados, crónicas históricas de lo acontecido allá en el siglo XIX y durante estos 200 años de existencia de nuestra república.

No ha habido (o si lo ha habido, no me he enterado) esfuerzos orientados a mirar hacia adelante. ¿qué significan para Colombia los próximos 200 años? ¿en qué condiciones van a estar nuestros descendientes en el año 2210? No es de extrañar en nuestra cultura cortoplacista para la cual es imperativo obtener resultados en los primeros cinco años y, si es posible, en el primer año, y planear a 20 años significa especular sobre el muy largo plazo.

Los Estados Unidos de América celebraron sus 200 años en 1976. En preparación para esa fecha, una editora de Filadelfia llamada Naomi Gordon tuvo la idea de convocar a varios escritores para que escribieran relatos, todos con el título "The Bicentennial Man". El argumento era libre y a criterio de cada autor y los relatos se incluirían en una antología a ser publicada en 1976, año del bicentenario. Por distintas razones, el proyecto no pudo concluir y la antología no llegó a ser publicada (Si por acá llueve, por allá no escampa).

Sin embargo, Gordon había contactado a Isaac Asimov en enero de 1975 y éste escribió un cuento de robots. El hombre bicentenario de Asimov era un robot llamado Andrew Martin que luchó durante toda su existencia por convertirse en un ser humano y ser aceptado como tal en una sociedad donde los robots eran considerados poco más que un electrodoméstico.

El cuento (más bien una novela corta o lo que llaman una "novella" entre los angloparlantes, que son tan precisos en sus definiciones, o sea un texto más largo que una "novellette" pero más corto que una "novel") fue publicado por la casa editorial Del Rey en 1976 y ganó los premios Nébula y Hugo al año siguiente. Fue también la base para una novela llamada "The Positronic Man", escrita en 1993 por Asimov en colaboración con el escritor Robert Silverberg. Algunos lectores tal vez recuerden más fácilmente la película del mismo nombre protagonizada por Robin Williams en 1999, que no me pareció tan mala como muchos opinan; al menos resultó más fiel al original que la taquillera "I, Robot" de 2004 con Will Smith.

De regreso a 1810, a pesar de que es aceptado por muchos que la primera novela propiamente de ciencia ficción fue "Frankenstein o el Moderno Prometeo", publicada por Mary Shelley en 1818, encuentro googleando por ahí que un ex-oficial de el ejército prusiano llamado Julius Von Voss publicó en 1810 una novela llamada "Ein Roman aus dem einundzwangsigsten Jahrhundert", que traducido del alemán significa "Una Novela del Siglo Veintiuno". Al menos hace 200 años había alguien que estaba pensando en el largo plazo. Si alguno de ustedes tiene idea sobre dónde se consigue esta historia, agradecería que me diera una señita.

(basado principalmente en "Opus 200" de Isaac Asimov)